miércoles, 6 de mayo de 2009

Déjame entrar: Vampiros de verdad.


Se define postmodernismo como un movimiento que, desde la arquitectura, ha afectado al resto de las artes y que se opone al racionalismo y funcionalismo que nos viene impuesto por un mundo cada vez más mecánico y tecnocrático. Es increíble como, a pesar de la cantidad de años que hace que ha surgido, seguimos siendo víctimas de muchas de sus intolerables consecuencias. Es decir, no solo no ha evolucionado, si no que incluso ha involucionado. Esto es, en parte, culpa de los estadounidenses. Es más fácil (y útil) decirle a la gente”siente” que “piensa”, “razona”. Se ha primado la preponderancia de lo sentimental/sensual frente a la razón, la razón y la crítica, que han dejado de ser el motor vital de la gente para ser sustituidas por sensaciones, feelings y pálpitos. Paradójicamente, nunca en la historia se había detectado tanta zozobra sentimental, por decirlo de alguna manera, especialmente en los adolescentes, que buscan el consuelo vital en mascaradas o fantasías. ¿Qué son los góticos, los Emos o, incluso los Steampunks si no gente que suspira por el pasado porque allí las cosas eran más evidentes y sencillas? O simplemente porque cualquier ficción es más sencilla de controlar que la cruda realidad. En el fondo, la mayoría de las personas son ahora seres de cristal que no soportan la realidad y huyen de ella mediante el síndrome de “Peter Pan”. Por supuesto, esto es una simplificación enorme de una coyuntura muy compleja. Se podría escribir un post entero sobre el tema, pero creo que no es ni el lugar ni el momento.

¿Y porqué digo que parte de la culpa es de los estadounidenses? Pues porque los grandes medios americanos, que, nos guste o no, conforman en gran medida nuestros gustos, nos dan las cosas muy digeridas, sin aristas o interpretaciones, productos fácilmente consumibles. No nos olvidemos que es el país donde nació y goza de gran predicamento el “Reader Digest”. Los personajes de las novelas (y no digamos los del cine) son cada vez más unidimensionales, los problemas a los que se enfrentan son epidérmicos, muy sencillos y, normalmente dicotómicos (Ej.”¿Me quedo con Tom o con Malcolm?”). Además de, y esto es lo más grave, someterlo todo a una óptica romántica asquerosamente melosa. De nuevo, de forma paradójica, en el romanticismo clásico, las historias tienden a acabar mal o, cuando menos, de forma agridulce. En los productos culturales americanos mayoritarios, la cosa tiene que acabar bien. El género “Chick” es la epitome de esto, pero no se le puede echar toda la culpa: Prácticamente todos suplicamos por un final feliz. Seamos sinceros.

Lo malo es cuando se les da por aplicar este postmodernismo teñido de buenrollismo a los mitos e historias de otros países. Walt Disney es especialista en esto. Solo hay que leer “Pinocho” o “La Sirenita” y ver en qué las han convertido. Por no hablar de los engendros que ponen y promocionan desde el “Disney Channel”: puro veneno intelectual envuelto en papel de regalo. Reaccionario además.

Uno de los mitos más castigados por esta “revisitación” es el del Vampirismo: el hematófago humano.

El mito del vampiro es consustancial a la cultura europea. Se han encontrado rastros y restos fósiles de estas creencias a lo largo de toda la historia y la geografía del continente, si bien, el concepto moderno fue fijado por los irlandeses Sheridan Le Fanu y Abraham Stoker. Los vampiros de estos autores eran personajes complejos, contradictorios y, sobre todo, oscuros, opacos, dignos de una tradición mitológica larga e instaurada en el subconsciente de los distintos pueblos del continente. Y así lo fueron, incluso en el cine (ej. Nosferatu y, en cierta medida, las películas de la Hammer). El problema surgió en los años 70, donde los americanos se creyeron que lo podían hacer tan bien como los europeos, y lanzaron sus versiones de Drácula y Carmilla. Ahí ya empezaron a pulir las aristas que estos personajes tenían, pero, de aquella, a pesar de algún delirio Camp.

El problema real surgió cuando una escritorzuela erótica de Nueva Orleáns decidió potenciar el componente erótico (léase homo y hemo erótico) de lo de chupar cuellos y...se quedó ahí. Por supuesto, estoy hablando de Anne Rice y de la saga del cansino Lestat. Nacía el concepto del vampiro romántico, el vampiro pusilánime y “más humano que los humanos”. Un desastre de proporciones épicas que, incluso, afectó a Coppola en su, por otra parte, sobresaliente versión de “Drácula”, pero que ha alcanzado dimensiones de autentico espanto en engendros como la saga Crepúsculo o la serie “Moonlight”. Además de afectadas, insulsas, videocliperas, absurdas y vanales, son asquerosamente sencillas y simples en sus trasfondos, con el mismo calado intelectual, racional, que un charco en medio de la calle. Una porquería pseudosentimental producto de la ingeniería popular para jovencitas (si, con “a”) de la era MTV, jovencitas cuya mayor fuente de cultura es la tele y la Superpop, la Ragazza o Cosmopolitan. Terrible.

Por eso, es siempre un placer encontrarse una obra tan dramática, tan clásica en su modernidad, tan seria y compleja como esta “Déjame entrar”. Es el retorno del mito con toda su fuerza. Y han tenido que ser los suecos. Ole por ellos!!!! (otra vez, los nórdicos nos vuelven a salvar frente al amigo americano. Y van…)

Oskar es un niño de 12 años totalmente desarraigado del mundo por el divorcio de los padres, gente sin carácter en la Suecia de los años 80, y las continuas humillaciones a las que lo someten tres matones en la escuela. El niño siente que su vida es tan estéril como los parajes perpetuamente nevados en los que se mueve, y conjura sus demonios mediante una navaja con la que se imagina que apuñala a aquellos que lo humillan día sí, día también. Es, en definitiva, carne de cañón, uno de esos que un día cogen un rifle y matan a trece compañeros en la escuela antes de suicidarse, fenómeno cada vez más frecuente. Pero, su salvación vendrá dada por una pequeña asesina profesional: Eli, una vampiro que lleva muchos años teniendo 12. El desamparo que ambos experimentan, el vacío existencial y una compresión más allá de las convecciones les une en un fatal destino que solo puede acabar de forma trágica.

Lo mejor de la película es que está narrada desde el silencio. Es una película prácticamente muda, en la que vas viendo poco a poco como la fatal común unión (comunión) que se va forjando entre dos almas perdidas va tomando cuerpo de forma totalmente orgánica, lógica. Entre los dos seres descarriados, se va forjando una relación lejos del romanticismo, ajena al sexo, lo sentimental y el mundo, vacío e insustancial. Es un canto a la vida desde la muerte, a la dignidad, al compromiso y a la fidelidad. Pero, sobre todo, al entendimiento. En definitiva, a la amistad y al amor verdadero, frente al impostado y pastelero amor supuestamente fatal de las modernas películas de vampiros. En este sentido, me gustaría destacar la inexplicada historia del viejo que cuida de Eli y la de los tres amigos que deciden investigar la muerte de su amigo en manos de esta, sabiendo, más o menos en lo que se metían. Todos hacen lo que hacen porque tenían que hacerlo (parafraseando a Morfeo, el de “matrix”) y lo que es más, asumen las consecuencias de sus acciones y decisiones.

Destacar también la elegante y parsimoniosa manera que tiene el director de narrarnos la historia, escamoteándonos la violencia física, incluido el tremebundo final, pero mostrándonos, en cambio, la violencia del Bullying y la humillación por abuso de poder de la forma más descarnada. Sin embargo, muestra claramente las consecuencias de ambos tipos de violencia. Pero lo destacable es que en ningún momento justifican ni comparan los dos tipos de violencia. Es violencia y punto.

En definitiva, creo que es una película destacable, que hay que ver y, sobre todo, disfrutar, ya que es una experiencia sensorial interesante, pero desde el seso, no el sexo, al contrario que en las recientes películas de vampiros. Una gozada.