Siempre me ha parecido
paradójica la apariencia de limpieza, legalidad, pureza que tiene la sociedad (cualquier
sociedad) sabiendo que, de alguna manera, depende en gran medida de algo tan
sucio o moralmente dudoso como puede ser el espionaje, tanto interno como
externo. Todo gobierno tiene y ha tenido sus cloacas y, por consiguiente, sus
fontaneros. Y muchas veces, estos contaban con más poder real que el gobierno
que se obtenía de las urnas. La constatación del poder de los servicios
secretos para manipular, quitar y poner gobiernos, ya sean propios como ajenos,
se nota a lo largo de la historia, sobre todo, en la del siglo XX. Lo que nos
debería hacer pensar un poco es que esos mismos servicios secretos han
demostrado, también con obediente obstinación, que muchas veces han sido bien
poco profesionales, basando sus acciones en prejuicios, conjeturas o,
directamente, la chapuza. Sabemos sobradamente que muchas acciones de la CIA en
Sudamérica, con grandes (y dramáticas) consecuencias estaban basadas solamente
en una fobia a todo lo que sonara a izquierda. Ya ni hablamos de comunismo. Pero
no hay que irse a los ´80 del siglo
pasado para ver como clamorosos fallos de bulto han permitido catástrofes como
la del 11S. Los informes publicados por Wikileaks el año pasado nos han dado
pruebas oficiales y oficializadas de cómo trabajan sin una mínima seriedad,
guiados por un sentido de la teoría y dedicados a estupideces y tareas vacuas
más que a servir de refuerzo serio a la maquinaria del estado. Y nos estamos
limitando al espionaje institucional, el del estado. No entramos en el
industrial…
Siendo el propio oficio una
paradoja, no es menos paradójica la representación que ha tenido el cine del
oficio. Poco menos que lo ha idealizado. Más allá de James Bond, el agente
secreto menos secreto del mundo, tenemos representaciones de todos los colores.
Desde los desencantados agentes de “La Conversación” hasta a los hipertecnificados
de “Enemigo Público” pasando por Jason Bourne. Pero, en general, se transmite
la idea de que están un poco en los aledaños de la sociedad, la legalidad y que
tienen algo así como una patente de corso para hacer lo que crean conveniente
para “salvaguardar” al país. A su respectivo país, ya que la desconfianza,
incluso entre aliados es la norma.
La película que nos ocupa
hoy, “El topo”, es una adaptación de la novela “Tinker, Tailor, Soldier, Spy”
de John Le Carré de 1974. Una operación fallida en Turquía hace que la cabeza
del MI6 (el servicio secreto de Gran Bretaña), Control (John Hurt), deba de
presentar su renuncia. Con él, dimite y pasa al retiro su mano derecha, George
Smiley (Gary Oldman). Control se llevó a la tumba la teoría de que la operación
había fracasado porque en la cúpula del servicio había un topo de los
comunistas. Nadie parece creerle hasta que un agente de campo, Ricki Tarr (Tom
Hardy) afirma que tiene datos que pueden confirmar este particular. La mera sospecha
lleva al Ministro a encargar a Smiley que confirme este particular y, de ser
así, se encargue de localizar y neutralizar al topo. Para ello, contará con la
inestimable ayuda de Peter Guillam (Benedicth Cumberbatch). Juntos, sin poder
confiar en nadie y sabiendo que también son sospechosos, tendrán que afrontar
su misión y las acciones de Karla, su antagonista soviético.
Tengo que reconocer que me
cuesta comentar esta película. Reconozco desde un punto intelectual que es muy
buena. Pero su total frialdad me ha dejado fuera de su propuesta. Sin necesidad
de ponerse orteguiano en este blog, tal vez sean las circunstancias en las que
la vi, mi estado de ánimo o el momento vital que estaba pasando. Porque lo que
más destaca de la película es la total frialdad que transmite. Empezando por
los protagonistas, seres más bien
pasivos, que se limitan a observar y a tender su telaraña cuidadosamente a lo
largo del metraje. Un metraje que es muy monocorde en su ánimo, en su ritmo. Tomas
Alfredson huye de cualquier efectismo o climax. Salvo, tal vez el anticlimax.
De hecho, el punto más emocionante, si se puede considerar así, ocurre a mitad
del metraje, con Guillam intentando distraer una libreta esencia para la investigación.
Estos personajes tan fríos, parcos, se mueven en un entorno funcional, triste,
de apartamentos entelados con paramecios y fríos pasillos bajo la triste luz
británica. Es indudable que esto es lo que se buscaba. Es la marca de la casa,
de Alfredson y va con lo allí narrado.
Pero mientras que en la
anterior película de este director, la excelente “Déjeme entrar”, se notaba que
debajo de la frialdad, de los parajes nevados y las pocas palabras, latía un
corazón, bullían los sentimientos, aquí no. En la película de los vampiros suecos
sabías, notabas que en cualquier momento iba a desencadenarse algo dramático y
violento (como así sucede). Pero en este caso, yo no lo he notado. Me ha
parecido una película robótica en un entorno estéril. Como esas películas
futuristas desencantadas, “Solaris”, por ejemplo. Pero circa 1970 en vez del
futuro. A mí, personalmente, me ha echado de la película. Si hasta el topo, una vez capturado se limita
a justificarse diciendo que lo había hecho por una cuestión estética: “occidente
se estaba volviendo muy feo”. Comentario más anticlimático es difícil de
imaginar.
Con esto no estoy negando ninguna
de las virtudes de la película. Técnica y artísticamente es excelente. Destaca
la excelente actuación de Gary Oldman, así como la música de Alberto Iglesias,
recompensada con una nominación a los Oscar. Pero qué queréis que os diga. Esa
perfección técnica y artística solo consigue potenciar esa carencia de empatía
que he sentido con esta película.
Siento decir que, para mí,
eso marca la película y la define. De todos modos, la volveré a ver y es
posible que mi opinión cambie, ya que soy el único que parece que ha tenido
esta sensación. Por ello, he estado planteándome la licitud de poner escribir
este post. Pero me ha parecido adecuado. Tiro una piedra y a ver si las ondas
que genera en el estanque nos aportan algo interesante.
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