Quienes
me leéis con cierta asiduidad sabéis que creo que el hombre es un
ser nostálgico por naturaleza. Ya sabéis que cualquier tiempo
pasado fue mejor, pues el pasado, por el hecho de haber pasado, se
nos antoja un terreno seguro. No existe esa cuota de incertidumbre
que rodea el simple hecho de estar vivo, y que desagrada a mucha
gente. Conocemos las consecuencias de los hechos que vivimos. Y eso,
sin contar con la destilación/selección de los recuerdos que se
efectúa, muchas veces, de forma inconsciente. De esa nostalgia,
nacen fenómenos como las tiendas de memorabilia, cadenas musicales
que solo programan oldies o esos programas de TVE en los que se
saquean, muchas veces sin pudor, los archivos históricos de la
cadena pública. Por no hablar de fenómenos como “Cuéntame” o “
Promoción del 73”. Este tipo de producto no deja de ser un exploit
de esta nostalgia para vendernos un producto. Hay pocos productos
culturales que realmente apelen a nuestra memoria, al pasado, para
aportarnos algo nuevo con mimbres viejos. Si lo pensamos bien, este
es un mundo en el que todo es cíclico: nada se crea ni se destruye,
como la energía, siempre vuelve adoptando una idiosincrasia
particular. El problema, al menos en el arte (donde incluyo a la
moda), es cuando se utiliza esta tendencia revival con intención
meramente consumista. Ya he hablado un poco sobre el particular el
año pasado en mi post sobre “Super 8”, así que creo que poco me
queda redundar en este particular.
Paralelamente
a las ideas planteadas en anterior párrafo, debemos reconocer que,
si existe un arte dispuesto a reinventarse una y mil veces, ese es el
cine. Un arte que, además, tiene una fecha de caducidad
relativamente corta: las películas se ven enseguida demodé. Esto se
debe a que es un arte joven, que aun está desarrollándose, y a que
depende mucho de la evolución de la tecnología, que como todos
sabemos, está desatada. Pero esto se agrava cuando el atractivo y/o
interés del film se basa solo en esta tecnología y, detrás de esos
bonitos efectos especiales, bellos planos y todavía más bellos
actores, solo hay la más absoluta nada. Quien me siga en esta
página, sabrá que soy un firme defensor de que el cine, como todo
arte narrativo, debe de basarse en una sólida estructura dramática,
narrativa, con todo lo que ello conlleva: desarrollo de personajes,
desarrollo de situaciones/conflictos.... No voy a entrar en detalle
en la razón de remakes, revisitaciones, restauraciones, etc. que
constantemente nos invaden. Pero debo decir que, en parte, la razón
está en lo que acabo de exponer.
En
definitiva, sin renegar de los avances de la técnica, en la
evolución de la narrativa, la actuación y el armazón dramático
del cine, debo de reiterar que la esencia del cine está en la
narración. Si tienes una buena narración, ya tienes hecho gran
parte del viaje. La película que hoy analizamos es un ejemplo de
ello. No se puede negar que hacer una película en blanco y negro y
muda en los tiempos que corren, de imágenes en 3D, sonido
rumble-rumble y formatos panorámicos es un atrevimiento. Pero es que
tiene lo esencial para hacer la película, aquello que falta en la
mayoría de las películas: una idea, una historia, ganas de hacerlo
bien y, lo que es más importante: arte.
Todo
lo que se pueda decir de “The Artist” es bueno. He leído por ahí
críticas negativas sobre la película. En el colmo de la
desfachatez, ciertos críticos se atreven a comparar la película con
aquello de “debería de haber sido”. Es una actitud tan pedante,
arrogante y snob que huelga decir nada más. Hay que ser idiota para
comparar una película de la segunda década del siglo XXI con una de
la tercera del XX. Casi un siglo de diferencia os contempla. Me
parece una estupidez supina. Porque “The artist” es una película
del siglo XXI hecha a imitación de las películas hace un siglo.
Pero sin olvidar ni obviar ese siglo de evolución. Lo contrario
sería limitarse a hacer un ejercicio de puro manierismo, sin más
interés.
No,
“The Artist” es un ejercicio de nostalgia, de destilación del
recuerdo, de horas de parpadeantes películas en acetato de celulosa
pasados por el filtro de los años, esos que nos permiten distinguir
el polvo de la paja y quedarnos con lo esencial, lo vital, y rechazar
todo aquello que no funciona o que puede llevar al traste al
conjunto. Es una película que sería irrealizable en los 20 del
siglo pasado, no solo por cuestiones técnicas (que también) si no
por meras cuestiones artísticas. Y lo mejor de todo, al menos para
mí, es que no lo parece. Es tan factible y creíble como película
al estilo '20, que engaña. Al menos, ha engañado a esos sesudos
juntaletras que no saben ver más allá de su pedante nariz.
Lo
que más destaca es la solidez de la propuesta. Es un producto muy
trabajado, con un guión maravilloso, lleno de detalles, sin cabos
sueltos, perfectamente controlado y cerrado. Es excepcional encontrar
un guión tan redondo, tan conseguido y lleno de aciertos, muchos
heredados de los clásicos. Lo que viene a redundar en mi idea de
que lo importante, al final es la narración: unos diálogos
brillantes no constituyen de por sí un buen guión ni pueden ocultar
los defectos de forma y fondo. Podría argumentarse como defecto que
la historia es ya conocida, un poco tópica. Cierto, pero no por ello
es menos emocionante. Y, el hecho de que sea conocida permite un
acercamiento y una identificación especial con la misma al operar en
el área de seguridad del espectador, donde es francamente complicado
operar con éxito, lo que constituye otro éxito de la película.
Este
magnífico guión se complementa con una puesta en escena
extraordinaria. Es evidente que esta es una película personal de
Michel Hazanavicius, guionista y director. Su dirección es
extraordinaria, siempre al servicio de la historia y teniendo en
cuanta (pero no siendo limitada por) el modo de hacer de los años
20. Me refiero a que algunas soluciones técnicas usadas no eran
viables hace un siglo, pero Hazanavicius no rechaza a hacerlas, si
bien es tan elegante y fino en su ejecución pasan desapercibidas.
Sin
abandonar la cuestión de la puesta en escena, se nos hace esencial
hablar de la estupenda fotografía en blanco y negro de Guillaume
Schiffman. El blanco y negro presenta una serie de problemas de
volumen y de distancia de foco que no aparecen en la fotografía en
color. No todos los fotógrafos cuentan con la habilidad y
experiencia para poder trabajar con él. No es el caso de Schiffman,
que logra grandes y estupendos contrates, tanto en escenas bien
iluminadas (exteriores o salones) como en zonas en penumbra, logrando
por momentos texturas que recuerdan a “Sed de mal” o “Ciudadano
Kane”.
También
me parece importante destacar la pericia demostrada al aportarnos
cantidad de información extra mediante detalles aparentemente
insignificantes que aparecen en pantalla: una estatua concreta, un
anuncio en un periódico, una solución narrativa...Otrora no era
algo tan raro, pero últimamente, se tiende a no saber utilizar el
metalenguaje en el cine. O simplemente no existe (como en la mayor
parte del cine mass media americano) o es tan complejo y críptico
que pierde su función, como en ese cine llamado de arte y ensayo,
practicado ahora por los “autores”. En este aspecto, Hazanavicius
me parece más autor que muchos de estos en tanto y cuanto es
consciente de que un autor se debe a su público, sin renunciar a su
arte.
Por
supuesto, la música es esencial. Ludovic Bource logra una gran banda
sonora con múltiples matices que remite a varios autores clásicos.
Se permite, incluso, utilizar fragmentos de clásicos, como Bernard
Hermann, en determinados momentos con gran fortuna. Es importante
citar que esta banda sonora es casi ubicua a lo largo de la película.
Normal. Como experimento, una película muda está bien. Pero el
silencio total hubiera dado horror vacui a un espectador de este
2012, rodeado de ruido casi las 24 horas del día. Paradójicamente,
en este caso, el hecho de que los proyectores de cine sean tan
silenciosos juega en contra de la película, ya que el familiar
sonido mecánico hubiera podido vestir alguna escena.
No
me gustaría acabar sin destacar la estupenda actuación de los
actores, todo excepcionales. Jean Dujardin compone un excelente galán
al estilo Douglas Fairbanks. El magnetismo y carisma que destila en
los primeros compases de la película es simplemente asombroso,
incluso siendo conscientes de como Hazanavicius lo mima con la cámara
y Schiffman con la luz. Esa sonrisa de medio lado, ese ladeo de las
cejas, valen un Oscar. Exactamente lo mismo pasa con Bérénice Bejo:
toda una estrella desde que aparece en pantalla, un agujero negro que
amenaza con absorberlo todo a su rededor de puro carisma y saber
estar. Las escenas que comparte con Dujardin son pura dinamita,
saltan chispas. En todas ellas se respira el cine más puro, sobre
todo, en las de baile. Excepcionales, más allá de la técnica, por
cuantísimo transmiten. Y qué decir de John Goodman o James
Cromwell, actores de solvencia comprobada que aportan su saber estar
y sapiencia en las escenas clave.
En
definitiva, que me ha gustado muchísimo. La he encontrado
excepcional. Por supuesto, le he encontrado peros o cosas mejorables.
Pero considero que son ínfimos en comparación con los aciertos,
quedan diluidos y su importancia es insustancial.
Está
nominada a 10 Oscars. Debería de llevarse varios de estos. Me
decepcionaría mucho que pasara lo contrario. Y más, viendo la
competencia.
No
es recomendable. Es un “must see”. Ya lo sabéis.
Pd. Y no he hablado del perro...